Mi amigo el lobo

Nací hace ya casi setenta años en un pueblecito burgalés de no más de doscientos habitantes. Fui el último hijo engendrado por mis padres y, de no haber sido porque el vientre de mi madre quedó estéril, probablemente me hubiese sucedido algún hermano más.

Las noches del largo invierno en este remoto lugar comienzan a las cinco de la tarde, de manera que por aquel entonces los lugareños tenían tiempo para todo, y, por supuesto, ante la falta de televisores, por un lado, y métodos anticonceptivos, por otro, para procrear.

En el libro de familia, yo figuraba en la duodécima posición, pero a esas alturas, y por los pocos recursos médicos de la época, solo quedábamos siete. El hambre y la miseria fueron el denominador común de todos los nacidos en aquella terrible época de la posguerra. Recuerdo decir a mi abuelo con cierta ironía:

—María, saca a todos los niños a la puerta, a ver si tenemos suerte y el aire gélido procedente de la sierra de la Demanda hace que se constipen, y de esa manera puedan comer mocos.

Mi padre se marchaba muy temprano a pastorear a las altas y difíciles cumbres de Cerro Lombo, en los montes de Ayago. Mi madre, pobrecita mía, era la gran olvidada, tal y como le sucedía a la mayoría de las mujeres rurales de aquella infernal época. Me faltaría cuartilla para enumerar todo el trabajo que hacía desde que posaba los pies en el suelo…

Por cierto, he de decir, en honor a la verdad, que lo hacía una hora antes que padre, hasta volver catorce horas después al viejo colchón de paja. Tras dejar arreglados, como se dice por aquí, a mis abuelos, muy debilitados a esas alturas de esta historia, se iba al bosque a segar algo de comida para los animales estabulados en la cuadra; a continuación, regresaba a casa y limpiaba las cuadras, más tarde cubría el piso con paja seca; sin descanso, llenaba las forrajeras o comederos con el alimento que una hora antes había recogido en los montes cercanos; tras una ligera pausa, bajaba al río Tirón ayudada por una descoyuntada carretilla de madera en la que porteaba la ropa sucia de once personas: la de mis padres, la de mis abuelos paternos y la de nosotros siete.

Es cierto que por aquel entonces no cambiábamos mucho de «modelito», como se dice ahora, pero no es menos cierto que las condiciones en las que se lavaba la ropa llegaban a ser, sobre todo en algunas mañanas de invierno, realmente insoportables. Tenían que resistir temperaturas de diez y quince grados bajo cero y romper el hielo de la parte del río donde se lavaba con una piedra a base de golpes.

Mi padre le echaba en cara y cuestionaba a menudo el porqué de sus continuas quejas, pues contaba con la ayuda de mis dos hermanas mayores, y pronunciaba su típica y odiada frase:

—Yo sí que trabajo. Me gustaría verte a ti pastoreando todos los días del año tras doscientas ovejas en estas montañas del infierno.

Ella, sumisa como siempre, agachaba la cabeza y, sin decir palabra por temor a ofenderle, seguía zurciendo calcetines y remendando pantalones al calor de la hoguera. Mientras mis hermanas recogían los pocos desperdicios dejados tras la cena, mi padre, a la luz de una vela, jugaba al tute con mi abuelo y dos de mis hermanos mayores, al tiempo que otros dos de mis hermanos miraban la partida.

Como era lógico, en una familia de once personas, de la que yo era el benjamín, resultaba muy fácil escabullirse y no ser echado en falta en todo el día, así que casi todas las mañanas a partir de los seis o siete años me adentraba en los laberintos rocosos de Piedra Alta.

Un día descubrí por casualidad cómo acababa de ser abatida una loba por las postas de la escopeta de un cazador justo a la entrada de su cobijo, entre la hendidura de dos riscos, y cómo sus tres cachorros lamían ya el cuerpo sin vida de la madre.

En aquel momento, me propuse como una obligación subir todas las mañanas al monte para alimentarlos y jugar con ellos. Al principio lo hice por diversión, pero, a medida que fueron pasando los días y las semanas, mi amor hacia aquellas tres encantadoras criaturas fue en aumento, hasta el punto de que, pasados unos meses, me podía comunicar con ellos a través de su lenguaje. Tan solo debía subir a lo alto de una cima, efectuar dos o tres aullidos consecutivos y esperar.

Al principio se paraban a diez metros de mí, yo me limitaba a dejarles algo del poco desperdicio que sobraba en la mesa el día anterior y, con mucha suerte, algún que otro conejo que muy habilidosamente cogía con las trampas que mi abuelo me enseñó a colocar. Después me marchaba para dejarles comer, no sin antes contemplar cubierto por unos matorrales cómo se repartían el humilde botín, pero, poco a poco y día a día, los diez metros se convirtieron en cinco, los cinco en tres y, cuando me di cuenta, los tenía comiendo en mi mano.

Una vez cubierta su principal necesidad, los acariciaba, me revolcaba con ellos en la pradera, me lamían la cara y, al final, me aceptaron como líder indiscutible de la manada o, para el que no entienda el orden jerárquico del canis lupus, su jefe.

En paralelo a mi gratificante historia personal, otra bien distinta les estaba sucediendo a los pastores de la comarca, entre ellos a mi padre. A diario, manadas de lobos hambrientos mataban a las reses mientras pastaban, se colaban por las noches en las cuadras y establos para devorar a las gallinas, conejos, cerdos o cualquier animal vivo que encontraban a su paso, haciendo de esta forma cada vez más tensa la relación de por sí ya bastante deteriorada entre el lobo y el hombre.

Una mañana que jamás olvidaré mientras viva, por más que me esforcé en reclamar la presencia de mi manada a través de mi peculiar aullido, no logré que apareciese ninguno de ellos. Lo intenté al día siguiente y nada. Así estuve durante toda una semana, con el mismo resultado, los busqué por todos los rincones de Cerro Lombo sin parar de llamarlos hasta quedar afónico.

Esa noche, mientras cenábamos junto al fuego, mi padre nos contó con orgullo y rebosante de felicidad una noticia que había escuchado en el bar del pueblo: unos días atrás, un grupo de cazadores de la comarca había abatido fácilmente a tres lobeznos; hacía hincapié en una curiosidad, ninguno de ellos había huido al descubrir la presencia humana.

Fueron muchas las noches que lloré en silencio la pérdida de mis tres amigos, muchas más las mañanas que me sentaba en la roca donde los llamé por primera vez, recorrí con amargura y nostalgia los lugares por donde caminábamos y jugábamos juntos, pasé muchas horas pegado a la guarida donde ellos descansaban.

Desde aquel suceso, no volví a ser la persona bulliciosa y risueña que solía ser. Aún hoy, sesenta años después, sigo soñando y recordando con mucha tristeza a aquellas tres criaturas.

A consecuencia de este penoso acontecimiento, tuve claro qué quería hacer con mi vida. Me esforcé muchísimo en recuperar lo perdido en cuanto a la enseñanza se refiere, compaginé las tareas del campo con el fin de ayudar a la débil economía del hogar con las largas veladas en casa de un maestro, amigo de la familia, que tuvo a bien, junto con cuatro chicos más, darnos clase a cambio de unos reales que con mucho sudor me compensaron mis padres.

Con las cuatro reglas bien aprendidas, y sabiéndome defender con la escritura, a los dieciséis años fui a la ciudad para comenzar mis estudios, con el único objetivo de convertirme en un naturalista de preservación.

Tenía claro cuál iba a ser mi papel en la película de la vida; crear una nueva mentalidad, un nuevo pensamiento dirigido al ser humano, con una obsesión y un objetivo marcado: convencer con argumentos demostrables y renovadas formas de convivencia que el hombre podía ser capaz de coexistir en plena armonía con el lobo.

Era de pura lógica pensar que, para conseguir este propósito, el ganadero tendría que invertir un dinero en mejoras para sus rediles como pastores eléctricos o vallas eléctricas móviles a través de las cuales pasa corriente, de forma que, al tocarlos, el depredador recibe un calambrazo doloroso aunque inofensivo, además de mantener al rebaño reunido, con barbacanas, barreras móviles que consisten en una línea de banderas de colores que cuelgan cada cincuenta centímetros de una cuerda; representa una barrera psicológica para los depredadores, puesto que constituyen un nuevo estímulo generador de desconfianza. También debían invertir en la adquisición y adiestramiento de perros mastines, únicos canes capaces de mantener al lobo alejado de sus rebaños mientras estos pastaban.

Me enfundé la ropa de faena, como se dice por estas tierras, y me pateé todos los despachos de la administración habidos y por haber con el objetivo de arrancar todas las promesas en forma de ayudas económicas posibles de los políticos que calentaban el asiento de los cómodos sillones en las flamantes oficinas.

Además de estas garantías por escrito, también conseguí el compromiso para que, gracias a los guardas forestales, se controlara la población de lobos eliminando los ejemplares más viejos sin peligro ni amenaza para su equilibrio, construir puntos accesibles mediante caminos para alimentar al lobo con desperdicios proporcionados por carnicerías y mataderos, o reses muertas recogidas en granjas, apriscos y caseríos.

Por primera vez en mucho tiempo me sentía feliz, pude comprobar cómo después de años y años de lucha y sacrificio, mi labor de toda una vida comenzaba a dar sus primeros frutos.

Constataba con satisfacción cómo el ganadero, no sin esfuerzo, por supuesto, protegía con mayor eficacia sus rebaños y, de igual forma, los forestales controlaban la población de lobos. Por tanto, la convivencia entre depredadores y ganaderos comenzaba a ser un hecho contrastado y no un reto como había sido hasta ahora.

Todo fluía como yo lo había previsto desde que comencé mi carrera hace ya veinte años: los ganaderos por primera vez habían enterrado el hacha de guerra contra el lobo, los amantes de este fascinante y extraordinario animal estábamos felices al comprobar cómo se controlaba la población mediante una selección natural.

Pero, como dice el refrán: «No hay bien ni mal que cien años dure». O este otro: «Qué poco dura lo bueno en la casa del pobre». Para hacerlos ciertos, llegaron los nuevos salvadores de la fauna animal, los ecologistas, estos nuevos empollones de despacho que lo más aproximado al campo que han visto ha sido un campo de fútbol, hombres y mujeres que en su mayoría no han sufrido en sus carnes las gélidas temperaturas de los días invernales, o los sofocantes e interminables días de verano que nuestros hombres y mujeres del campo español han tenido que pasar para criar a sus familias con dignidad, sacrificio y esfuerzo.

Estos dioses venidos a más gracias a la ignorancia de quien los apoya en las urnas, y a su vez siendo sus decisiones en los organismos gubernamentales de gran importancia para conseguir con sus votos el mantenimiento en la gobernabilidad de políticos en minoría y por supuesto sin sensibilidad alguna con respecto a las materias del campo, y cuyo único objetivo es el de mantenerse en el poder a costa de lo que sea, han conseguido dejar de sacrificar lobos viejos.

Por el contrario, abogaron por la suelta indiscriminada e incontrolada de nuevos ejemplares jóvenes traídos del centro de Europa, haciendo caso omiso a las desesperadas súplicas de quienes volvieron a sufrir este desatino en sus vidas: los ganaderos. Como consecuencia de todo este sinsentido, se ha vuelto a romper el equilibrio que durante tantos años nos costó crear, y la guerra entre el hombre y el lobo ha vuelto, echando por tierra todos mis años de trabajo y, lo que es peor, las esperanzas de volver a hermanar y conciliar estas dos formas de vida.

LEMA: LOS TRES LOBEZNOS

📚 Amador Rodríguez

© 2024 Amador Rodríguez.

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