Esta mañana he dado una vuelta por las callejuelas de Jericó.
La partida hacia la vecina localidad de Jerusalén no será hasta mañana. He podido comprobar la unanimidad de las conversaciones en los distintos corrillos que han hecho gran parte de sus habitantes. En todos se habla de lo mismo: «El recién nombrado tetrarca de Judea, Samaria e Indumea por el emperador Augusto, Herodes Arquelao, ha recibido como mayor herencia la crueldad con la que gobernó su padre, Herodes el Grande, la nación de Israel».
En algunas ciudades de mi tierra, la alta Galilea, habían llegado rumores sobre esta situación. Yo jamás hice caso; primero, porque en mi región no tiene derecho a gobernar, lo hace su hermano Herodes Antipas, mucho más tolerante con sus compatricios; y, en segundo lugar, porque, a mi corta edad de dieciséis años, no tengo tiempo para pensar en arremetidas políticas por parte de estos mandatarios. A mí solo me importa una chica, Rut. Es la mayor de ocho hermanos, su madre fue repudiada por su marido al ser ella descendiente de una familia samaritana y defender que el templo de Yahveh debía estar en el monte Guerizin y no en Jerusalén. Por las noches, alumbrada por la luz de una tea, remienda las redes que el tirano de su padre utiliza para la pesca en el lago Tiberiades, o mar de Galilea, mientras él se emborracha en un prostíbulo regentado por rameras desdentadas y sin escrúpulos, viejas desquiciadas que venden su cuerpo al mejor postor por un mísero denario.
Cuando regrese de esta larga estancia en Jerusalén, que me ha sido imposible rechazar, pues debo ayudar a mi padre en la reforma de la fortaleza Antonia, vivienda de verano del tetrarca Arquelao, pienso arrancarla de las garras de su progenitor.
Con la ayuda de mi padre, construiré una pequeña casa, compraré unas cuantas ovejas que me proporcionarán carne y leche fresca, un terrenito para cultivar mis propias hortalizas y cuatro o cinco arboles frutales, me casaré con ella y engendraremos doce hijos, como los doce hijos de Jacob, de los cuales hoy descendemos todos los israelitas.
—¡Vamos, hijo! ¿En qué piensas? Hemos de darnos prisa.
Mi padre acaba de poner fin a mis pensamientos, que, junto al suave y adormecedor sonido de las aguas del rio Jordán, estaban regalándome una agradable tarde de otoño sentado en su orilla. Ante su evidente estado de nerviosismo, me he levantado rápido, tan deprisa como lo hace mi hermano Santiago cuando, bromeando, le acerco un ascua a su trasero.
Le he seguido sin ser capaz de darle alcance en dirección a la posada donde nos vamos a quedar a pasar la noche en compañía de la veintena de trabajadores venidos junto a nosotros desde Galilea con el mismo quehacer, como dije antes: reformar un ala de la vivienda de Arquelao, en la fortaleza Antonia, construida por su padre Herodes el Grande hace ya cuarenta años. Al llegar a la corraliza que precede a la posada, estancia también de las caballerías, nuestros compañeros galileos se afanan en cargar las mulas y borricos con sus pocos enseres traídos para su estancia en Jerusalén, con la intención de regresar a Galilea.
—¡Está loco! El tetrarca Arquelao ha enloquecido —decía uno de los trabajadores.
He querido saber qué sucedía y a cuento de qué venía este cambio tan radical de actitud.
Al final de la tarde y después de un gran esfuerzo por mi parte, he podido convencer a un tercio del séquito, es decir, a siete jornaleros, incluido mi padre, para no abandonar Jericó y proseguir mañana con nuestro viaje a la ciudad vecina de Jerusalén.
No he pegado ojo en toda la noche pensando en las noticias procedentes de esa ciudad, capaces de provocar que dos tercios de mis paisanos hayan decidido regresar.
Al parecer, la locura de Arquelao ha acabado en una matanza a las puertas del Templo.
Se dice que, ante el intento de sedición de miles de fariseos y zelotes organizados por un tal Barrabás, el ejército del tetrarca ha pasado por el filo de sus espadas a cerca de tres mil de ellos. Es normal la deserción de gran parte de mis compañeros, lo que no puedo explicar es por qué seguimos aquí unos cuantos.
Ahora me arrepiento de haberlos convencido y no estar ya Jordán arriba junto a todos ellos.
—Vamos, hijo, está amaneciendo, hemos de partir hacia Jerusalén —me anuncia mi padre.
Después de cabalgar treinta millas romanas, cerca de la hora sexta nos encontrábamos en la puerta sur de la fortaleza Antonia.
Llevamos muchísimo tiempo esperando, casi al limite de la desesperación y próximo a la hora nona, nos acomodaron en las corralizas interiores de la fortaleza.
Tanto mi padre como yo tuvimos bastante suerte de caer en dos de los pesebres más amplios del establo, y todo el pequeño equipo ya está preparado para comenzar al amanecer los primeros trabajos ordenados por un ayudante personal de Arquelao.
Todo está transcurriendo con relativa normalidad, todos en el equipo nos afanamos en hacer las tareas encomendadas para este primer día, aunque la sangría hecha por el tetrarca dos días atrás se palpa en el ambiente.
La tragedia está a punto de llegar. Herodes Arquelao llega con Mariamne, su esposa. Ella quiere dar un toque personal en la reforma de esta parte del palacio-fortaleza.
Uno de los galileos, el menos conocido del grupo de siete, se abalanza sin mediar palabra sobre el tetrarca hiriéndole levemente, pero gracias a la rápida intervención de su guardia personal se pudo evitar una tragedia.
Estamos en las mazmorras a la espera de ser juzgados y posiblemente condenados a muerte por intento de asesinato al máximo dirigente de Judea.
Después de tres días a pan y agua, Arquelao nos hace subir a una sala y ponernos en fila, va mirándonos uno a uno a los ojos. Al llegar a mí, situado junto a José, mi padre, no es capaz de mantener su mirada fija en mis ojos.
—¿Cómo te llamas y de dónde vienes? —me pregunta.
—Mi nombre es Jesús y vengo de Nazaret.